Mañana del sábado 22 de agosto. Llegué a Dili hace exactamente seis días atrás. Estoy esperando para que me atienda la única depiladota de Dili. A mi lado está sentada ojeando una “Marie Claire” la sargento Morrison del ejército australiano (al menos eso dice la insignia que luce en su traje verde camuflado) quien, para tener las manos más libres, decidió dejar su fusil tirado en el piso, exactamente al lado mío. Es verde oliva (el fusil, no la sargento) y me pregunto qué modelo será. Dudo entre interrumpir su lectura o quedarme con la duda. Finalmente me quedo con la duda “total”, pienso, “qué más da. Seguro que si Silvio estuviera aquí sabría qué modelo se trata”. Esto de estar sentada en la sala de espera de la depiladota con un fusil que te apunta es realmente inquietante. Por fin salen sus dos compañeras (también militares) y me toca pasar a mí.
Por ser sábado las calles de Dili están un poco más vacías de autos, camionetas de las UN, combis cargadas de decenas de pasajeros, transeúntes, vendedores ambulantes, perros, niños, chivos, gallinas y cualquier otra cosa que pueda caminar y desee hacerlo en el medio de cualquier ruta, calle o callejuela. Salí con la camioneta Toyota asignada a dar vueltas, tratando de practicar el manejo del lado derecho (para nosotros, el lado del de acompañante). Al principio este tema de manejar del otro lado lo tomé como algo casi personal. Me lo estaba haciendo a mí, sólo a mí como parte de una confabulación orquestada para que todo me fuera muchísimo más complicado. Pero hoy, mapita en mano, me animé a manejar. Necesito saber cómo es esta ciudad y para qué lado estoy yendo, de otra forma voy a depender todo el tiempo de alguien más para que me lleve y me traiga.
La verdad es que no cuesta mucho imaginarse a Sandokán dando vueltas por acá. La ciudad es bastante primitiva, baja y chata, muy desmantelada. Se parece a algunos lugares del gran Buenos Aires, como La Matanza, Gregorio Laferrere, la ruta 26 o cualquier otro lugar polvoriento y triste del conurbano. Estoy en Asia pero parece América Latina. Todavía hay edificios quemados y campamentos de desplazados, herencia de los problemas con Indonesia. La pobreza es enorme. En toda Dili hay un solo ascensor, creo que en el Departamento de Relaciones Exteriores, un edificio imponente y horrendo, donación del gobierno chino. El ascensor sube de la planta baja al primer piso.
Hoy a la mañana mientras tomaba el café pasó una rata corriendo dentro del comedor del hotel donde estoy parando, el Vila Verde. El tamaño de las ratas aquí es asombroso, quizás porque todo es chiquito, hasta la gente. Las mujeres son muy menudas, parecen niñas y tienen un promedio de siete hijos cada una. Todos están subalimentados o mal alimentados. La comida es carísima: un yogourt sale unos U$5 cada potecito. 200 gramos de queso pueden costar alrededor de los 15 dólares. Y la cadena de frío… bueno, en fin, mejor ni pensarlo. La mayoría de los alimentos como derivados del trigo y lácteos vienen de Australia. La carne de Nueva Zelanda, todo en barco, así que hay que amortizar el flete. El alojamiento es carísimo y muy básico. Por suerte, entre las 6 y las 10 de la mañana y las 5 y las 8 de la noche, nubes de mosquitos llenos de dengue, malaria, encefalitis japonesa y yo no sé cuántas cosas más circundan la ciudad, asi que no hay que dejar olvidado el OFF en ninguna parte!
El Mar de Timor es muy atractivo, brillante y transparente, de retazos azules, turquesa, gris y con algunos manchones negros por los corales. la gente sale a buscar almejas, balde en mano, uno de los "recursos economicos" mas populares. La brisa es agradable pero el calor del mediodía, inaguantable. Por suerte estamos en la temporada seca, porque me dijeron que durante los monzones caen baldazos de agua y todo se inunda. La ciudad está rodeada de montañas y eso le da un marco imponente a tanta miseria.
Son las doce de la noche y en la puerta de mi cuarto tengo una fiesta de chinos, malayos, filipinos o lo que sean. Están re-borrachos y son de lo más atrevidos. Les importa nada de nadie.
Mañana sí o sí me voy de aquí a cualquier otra parte.
La semana comenzó de manera lisérgica y siguió así, sin darme un respiro. El recibimiento fue, digamos, anticlimático. Claro que no me esperaba una fiesta, pero bueno, en fin, ¿qué decir para que no suene muy quejoso y tanguero mi relato? Ah, sí que el domingo Tanita y Claudia (dos colegas, una tailandesa y la otra argentina, carajo!) nos llevaron a Alan y a mí a dar vueltas por Dili y conocer un poco más de la ciudad. También conocí Palm Spring, el “compound” donde vamos a vivir. Alan es canadiense y pasó los últimos 15 o 17 años trabajando en el servicio penitenciario de Otawa. Aquí va a ser el encargado del plan estratégico para el sistema penitenciario que, obviamente, es aun bastante precario por decir algo elegante.
El idioma oficial de Control es el inglés, pero también hay que hablar en portugués, en francés y tratar de descifrar los rudimentos más básicos del Tétum (ya sé que “mana” es algo así como “bwana”).
El viernes almorcé sola en “El Tropical”, un restaurante ubicado a la salida de Obrigado Barraks, sede de Control. Bueno, sola es un decir, porque estuvo sentado detrás mío durante todo el almuerzo un enano timorense que vendía fruta.
Aquí todo el mundo tiene una historia que contar pero muy pocos tienen tiempo (o voluntad) para escuchar. Muchos colegas vienen de Kosovo, Darfur, Afganistán, Líbano, etc. Etc. “¿Conocés a tal o cuál?”, es la pregunta obligada entre veteranos. Y sí, la mayoría tiene conocidos en común. Y también la mayoría ya está pensando en su próximo destino. No acaban de llegar y ya están aplicando para rajar. Y es así, de aquí para allá, sin parar.
Domingo 23. Hoy a la mañana salí a buscar otro hotel y conseguí lugar en uno de los mejores, el “Esplanada”. Tiene una piscina muy bonita en el jardín central al que dan todos los cuartos, pero hoy decidieron festejar el cumpleaños de un morenito de unos cuatro años, muy simpático, así que hay música y muchos chicos. Mejor me voy a la oficina, porque no soporto un minuto sin llorar cuando veo chicos de la edad de Emma y Eloísa a mi alrededor. Y me digo a mí misma, tranquila Alber, falta muy poco, ya van a llegar y van a encontrar una linda casita, comida en la heladera y el gatito que Emma tanto espera tener y para el que compro una horrenda cestita azul y una correa.